Reivindicación de la política

Estamos viviendo tiempos confusos, donde impera la descalificación sobre el razonamiento y la argumentación lógica. En medio de cambios, sin precedentes históricos de esta magnitud, en vez de analizar las causas y consecuencias de estos cambios, nos dedicamos a protestar por las incomodidades que nos afectan.

En una lancha desbocada, al albur de la vertiginosa corriente del río, nos quejamos de la incomodidad del bamboleo y de las salpicaduras que nos llegan, sin preocuparnos de mantenernos a flote, coger los remos y dirigirla hacia la orilla deseada, antes de que se estrelle contra las rocas que nos rodean.

En todo este proceso de incertidumbres ha cobrado fuerza de naturaleza, por lo reiterado y extenso, la descalificación de la política y, como consecuencia, de todos los políticos, sin excepción del partido al que pertenecen, ni del ámbito jurisdiccional en el que ejercen.

Todos los políticos, por definición, son corruptos, no trabajan, son derrochones con el dinero público y se preocupan solo de sus intereses personales y de los de su partido (clientelismo). No se puede confiar en ellos y no nos representan.

Es preciso darse cuenta que todas las revoluciones generan profundos desajustes sociales, hasta que la acción del razonamiento y la política los reconducen a nuevas formas de equilibrio. Es precisamente la política la que puede poner freno a los afanes e intereses desbocados.

Un amargo testimonio sobre la revolución industrial de mediados del siglo XIX dice: «El gran avance experimentado por los medios de producción que siguió a las nuevas tecnologías en la industria textil de Lancashire, y la aplicación de la máquina de vapor a la industria y al transporte, si hubiera sido justamente empleado, pudo haber mejorado ostensiblemente el bienestar y la prosperidad de las gentes, pero de hecho les infringió tales privaciones y desgracias que, incluso vistos desde la perspectiva de hoy, nos producen una amarga indignación» (G.D.H. Cole).

El capitalismo sin freno ni control que se instaló a comienzos de la revolución industrial fue modelándose y corrigiendo por la acción de los sindicatos, nuevas corrientes de pensamiento (socialismo, comunismo, laborismo,…) y por la intervención y regulación de los estados.

Hoy vivimos desajustes equivalentes a escala mundial. El capitalismo financiero campa por libre. Mueve masas ingentes de dinero, de un día para otro, generando verdaderos cataclismos a los países a los que les afecta, sin que nadie ponga freno o control. Es más, a través de sus instituciones (FMI, empresas de rating, bancos internacionales…) pone condiciones a Estados o, incluso, a continentes enteros, para que pongan en orden sus economías y garanticen su rentabilidad y seguridad. En vez de que los recursos financieros se pongan al servicio del desarrollo económico y del bienestar social, son los países los que deben preocuparse para garantizar la rentabilidad de los recursos financieros. Cuanto más hundido esté el país, se exige mayor carga financiera.

Es la moderna piratería que, ante la ausencia de controles y leyes internacionales, imponen su voluntad por la fuerza. Se puede comparar al dominio absoluto del capital, en los primeros años del maquinismo, cuando con salarios de miseria se contrataban jornadas infrahumanas.

Ante esos espacios privativos donde la usura y el lucro imperan, ¿quién defiende los intereses comunitarios, de una mayor justicia social, que acote los desmadres del capital poniéndolo al servicio de la sociedad?

Los gobiernos están condicionados plegándose a las exigencias que les imponen. Sacrifican sus ideales de justicia por la supervivencia. Tienen que seguir puntualmente las condiciones impuestas.

Para ordenar esta situación, es preciso que haya una reacción internacional que establezca las nuevas condiciones que se requieren en la economía globalizada, diseñando un nuevo modelo de gobernanza. Los movimientos alternativos, las ONG y entidades prestigiadas han ido señalando fórmulas válidas, sin que hayan sido atendidas.

Es la hora de la política. Política con mayúscula que aborde los principios de un nuevo orden social. Política que priorice la cooperación frente a la confrontación. Necesitamos nuevas concepciones ideológicas, basadas en la solidaridad y la cooperación, que transformen las caducas formas que solo luchan por el poder.

«La revolución o será económica o no será revolución, o será moral o no será revolución» (Arizmendiarrieta). ¿Para cuándo la revolución moral?

Pero no carguemos solo sobre la política. Nuestro consumismo y el disfrute actual de hipotéticos ingresos futuros, ha hipotecado a la sociedad, que tiene que ir digiriendo el desmadre, mediante sacrificios y dietas.

Tampoco olvidemos que muchos de los fondos, cuya actuación repudiamos, están formados por nuestras pensiones y ahorros. ¿Estamos libres de culpa?

El rechazo de la política propicia caudillismos. Tenemos experiencia de lo que ello significa

Noticias de Gipuzkoa, Domingo, 10 de Julio de 2011

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