En un contexto tan complejo e incierto como el que nos toca vivir, el papel de las empresas, su función como portadores de cohesión social y de sostenibilidad deviene clave para evolucionar desde nuestro actual Estado del bienestar hacia un Estado relacional donde gobiernos, empresas y sociedad civil colaboremos en la creación de una sociedad…

En un contexto tan complejo e incierto como el que nos toca vivir, el papel de las empresas, su función como portadores de cohesión social y de sostenibilidad deviene clave para evolucionar desde nuestro actual Estado del bienestar hacia un Estado relacional donde gobiernos, empresas y sociedad civil colaboremos en la creación de una sociedad más cohesionada, integrada y sostenible.
Los gestores y los propietarios de las empresas deben tener en cuenta intereses colectivos o sociales propios del entorno en el que desarrollan su actividad. Lejos queda ya la opinión del nobel de economía, Milton Friedman, quien en 1970 defendía la tesis de que la única responsabilidad admisible en la dirección empresarial debía venir presidida por el incremento de los beneficios de la empresa y la maximización del valor de la participación de sus socios.
Hoy día, la exigencia de tomar en cuenta otros intereses supraindividuales deriva del entendimiento, de la comprensión de la empresa como una conexión de intereses convergentes. Se trata de implicar también a las empresas en el marco de las políticas públicas que persiguen el logro de objetivos generalmente admitidos, impregnados de un fuerte componente ético. No se concibe una gestión empresarial que no contemple adecuadamente valores de aceptación general; ya ha quedado comprobado que, al menos en el caso de las grandes corporaciones, una actuación desviada de tales valores puede llegar a lesionar directamente estos intereses generales.
