Aretxabaleta. A José María Ormaetxea la jubilación no le ha detenido. Continúa estudiando y difundiendo el cooperativismo nacido en la comarca de Debagoiena y participa en el grupo de trabajo para la beatificación del alma máter de Mondragón, el padre José María Arizmendiarrieta, del que fue uno de sus discípulos. Ormaetxea fue cofundador y gerente de Ulgor, la primera cooperativa industrial de Arrasate y germen de la actual Fagor. Posteriormente, fue director general de Caja Laboral y fundador y primer presidente del Grupo Cooperativo Mondragón, lo que ahora es, con más de 200 empresas, el primer grupo de Euskadi y séptimo del Estado.
En 2012 se celebra el Año Internacional del Cooperativismo, un acontecimiento importante para la Corporación Mondragón.
Sí, por supuesto. Y precisamente se puede afirmar que en este año 2012 estamos cumpliendo los 60 años de las primeras luces del cooperativismo de Mondragón. En 1952 comenzamos a dar los primeros pasos, aunque finalmente hemos tomado como referencia histórica la fecha del 20 de octubre de 1955 porque fue entonces cuando firmamos la compra de un pequeño taller en Vitoria, que posteriormente trasladamos a Mondragón y que tenía autorización para fabricar aparatos de uso doméstico. Esa autorización, tan amplia y prometedora, lo era aún más en un país como España, con un mercado cautivo, tanto para la importación como para la exportación, porque no tenía divisas, ni materias primas, ni tecnología, ni un estado de derecho capaz de cambiar esas circunstancias.
¿Cómo surgió entre un grupo de jóvenes la idea de crear cooperativas?
La verdad es que al inicio no sabíamos que nuestras ideas de solidaridad en el trabajo conducirían a la constitución de cooperativas. Todo fue fluyendo al seguir las líneas maestras de nuestro pensamiento, que se basaban en ser fieles a la doctrina social de la Iglesia, concretamente al contenido de las encíclicas Rerum Novarum de León XIII, la Quadragessimo Anno de Pío XI y la Mater et Magistra de Juan XXIII. Los fundadores éramos fieles a José María Arizmendiarrieta, que llegó en febrero de 1941 a la parroquia de San Juan Bautista de Mondragón. Nos confesaba, dirigía nuestras vidas espirituales en un pueblo que necesitaba restañar las lacerantes heridas de la Guerra Civil. Y, según avanzaba el tiempo, también lo hacía nuestra capacidad física y mental, plasmando en la creación de empresas las nociones que se hallan en el Evangelio.
En esa España de la posguerra, los inicios serían muy difíciles…
Así es. No hay más que recordar, entre innumerables vivencias, los comienzos de Fagor Electrónica, con un acontecimiento preñado de osadías juveniles en un entramado económico que había que saber superar para poder triunfar y progresar. En aquella España no se fabricaban semiconductores, ya fueran de selenio o, más sofisticados, de silicio. Antes de que pasara un año de la compra del desvencijado taller de Vitoria firmamos con los representantes de la firma Nisterthal de Alemania una licencia de fabricación. Se trataba de que nos enseñaran a fabricar esos semiconductores pero, sobre todo, que nos vendieran un conjunto de máquinas para que nos pusiéramos a producir en Mondragón. Sin embargo, no disponíamos de permiso de importación, ni divisas para hacer la operación.
Pero audaces -gracias a nuestra insensata tanto como entusiasta juventud- agrupamos hasta dos millones doscientas mil pesetas en billetes de a mil y pasando seis fronteras llevándolos cosidos en la ropa interior llegamos a la ciudad alemana de Wissen-Sieg.
Se jugaron la vida por el proyecto…
Pues sí, pero todavía quedaba lo más complicado, que era trasladar aquellas enormes instalaciones. Tardamos siete meses, un tiempo en el que se acrecentaron nuestros miedos porque, de no llegar todo el sistema de fabricación adquirido, la fortuna de tantos cooperativistas comprometidos, nuestra imagen entre el resto de socios y la pérdida de un hito industrial por la tecnología y la gran potencialidad económica que conllevaba, quedarían diluidos en un estrepitoso fracaso. Pero llegaron las máquinas. Vinieron por mar desde Hamburgo a Algeciras y desde allí en dos potentes camiones a Mondragón. Los agentes de aduanas de Algeciras, en lugar de unas máquinas de vacío para evaporar el bismuto y el selenio, pensaron que se trataba de un horno de acero, que era para lo que sí teníamos permiso. Luego el problema radicó en importar la materia prima, que era el selenio con un 99,99% de pureza y que durante varios años tuvimos que traer de contrabando de Alemania. Esta es una historia casi épica que solo se puede hacer cuando se es joven y cuando una economía ahogada por una dictadura te pone en trance de hacerlo.
¿En qué grado influyó la figura del Padre Arizmendiarrieta en el inicio de las cooperativas de Mondragón?
Su influencia fue total. Su inmanencia, su bondad, su sabiduría y su forma subliminal de hacer las cosas y tomar decisiones complejas fue proverbial. Tenía claro un concepto, que era que el trabajo, para quien se sentía solidario con los demás y seguía el mandato del Evangelio, se convertía en una forma de colaborar en la obra Divina. Tal fue su ascendencia que, al respecto, José Azurmendi -primero franciscano y luego filósofo, que recogió en su obra El hombre cooperativo toda la filosofía de Arizmendiarrieta- nos dijo un día: «Si don José María, tal como os conocía y actuaba sobre vuestras conciencias, os hubiera pedido que formarais parte de ETA, lo habríais hecho».
¿Continúa su familia ligada a la Corporación Mondragón?
Sí, rotundamente. Tengo seis hijos, cinco de los cuales trabajan en las cooperativas y una es profesora universitaria de Filología Vasca. Hay que esperar a la tercera generación, que ya llega y auspician que seguirán los mismos derroteros.
¿A qué retos se enfrenta el cooperativismo actualmente?
Por una parte, la globalización, que solo se puede afrontar por la vía de la transferencia de capitales y, por otra, la pérdida de valores por una contaminación inherente a una sociedad más acomodada y menos proclive al idealismo, ya sea de carácter cristiano o simplemente solidario con los demás desde una perspectiva laica.
El cooperativismo se opone a las sociedades de capital. ¿Qué piensa de este último modelo, que muchos consideran fracasado?
El capital ha sido sojuzgado en el cooperativismo de Mondragón, donde únicamente lo hemos tomado en préstamo y, por tanto, no tiene derechos soberanos en nuestra experiencia cooperativa. El capital es fungible y por ello, amortizable, transferible, convertible en bienes y derechos. Pero las personas no. Y donde no existen personas cooperativistas, las cooperativas que se crean fracasan o se transforman pronto en sociedades anónimas o desaparecen.
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Domingo, 1 de Abril de 2012