Una democracia de consenso permanente no será una democracia durante mucho tiempo.
Es tentador hacer como todos: la vida en comunidad es mucho más sencilla cuando cada uno parece estar de acuerdo con los demás y la disconformidad es adormecida en aras de las convenciones del compromiso.
Pero la comunidad no es, no debe ser, un refugio para los que abdican de su propia opinión para no perturbar el ensueño de la opinión única.
Las sociedades y las comunidades en las que no se oponen diversas opiniones, en las que no se critica o falta la crítica serena y profunda o se desintegran o no prosperan. El conformismo tiene un precio muy alto, una factura ruinosa que lleva a la quiebra la salud y la calidad de la democracia. Un círculo cerrado de opiniones o ideas en el que nunca se permiten ni el desacuerdo ni la oposición -o solo dentro de unos límites exiguos y esterilizados- pierde la capacidad regeneradora y creadora de la confrontación de ideas y valores.
Se anquilosa el pensamiento y se dilapida la energía vital y la imaginación que la diversidad de puntos de vista asegura en una comunidad plural.
Euskadi es un país fundado sobre comunidades pequeñas. Como puede atestiguar cualquiera que
haya vivido durante algún tiempo en uno de esos lugares, el instinto natural de los poderosos siempre es imponer una uniformidad normativa al comportamiento público de sus miembros. Esta disposición en parte es contrarrestada por la predisposición autonomista de los caseríos obligados a resolver sus problemas en el
seno familiar en primera instancia. El clan es la suma de familias del entorno más próximo. La cultura desde siempre ha sido una especie de constitución no escrita de ayuda mutua, de cooperación entre iguales para todo aquello que la familia por sí sola no podía resolver. Las disconformidades estaban protegidas por los deberes de la buena vecindad. Los posicionamientos individuales discordantes y las minorías eran respetados siempre que no afectaran al interés de la comunidad. Como ocurría con los griegos en el ágora, los ciudadanos se cuidaban mucho de no admitir a quienes trataban de robar participación a los demás, perseguían a los
demagogos y a los abusones.
De todas formas los disidentes eran discretamente considerados como “raros”. Pero este equilibrio, entre el espíritu autónomo del caserío y la cooperación comunitaria se ha visto alterada por la organización urbana que ha masificado al antiguo casero convirtiéndolo en un individuo más bien aislado de la comunidad por sus
intereses propios. Hoy la gente se une no para trabajar por la comunidad (auzo lan) sino para defender los propios intereses.
Hace tiempo que la balanza se ha inclinado hacia el conformismo y la dejación de las responsabilidades de cuidar de la salud democrática, de la persecución a los enemigos de ella a los poderes públicos. Se exige aplicar
la ley, imponer las buenas costumbres pero no se interviene la denuncia ni la activa oposición frente a los infractores. Eso se deja a los políticos y a las autoridades. Se critica en la intimidad y desde el anonimato, no se quiere significar ni ser tenido como “policía” moral.
Ahora los “raros” y sospechosos son los activistas. Las personas siguen siendo libres de decir lo que quieran, pero si sus opiniones contradicen las de la mayoría, son marginadas de la sociedad. Como mínimo, el impacto de sus palabras es silenciado.
En Euskadi el poder tradicionalmente estaba en manos de una élite hereditaria muy pegada a la tierra, a la comunidad y que mantenía su control del poder permitiendo e incluso incorporando la disconformidad y anunciando su tolerancia como una virtud. Pero el país se ha hecho menos aristocrática y más populista; la vena no conformista en la vida pública ha sufrido una descalificación constante. Actualmente, el desacuerdo enérgico con la opinión generalmente aceptada sobre cualquier cosa, desde la corrección política hasta los tipos impositivos, es casi tan poco frecuente entre nosotros como en otras culturas.
Hay muchas fuentes de disconformidad. En las sociedades religiosas, particularmente en aquellas
que tienen un credo establecido -catolicismo, anglicanismo, islamismo, judaísmo-, las tradiciones de
disconformidad más efectivas y duraderas están enraizadas en diferencias teológicas: no es casualidad que el Partido Laborista británico naciera en 1906 de una coalición de organizaciones y movimientos en la que las congregaciones no conformistas tuvieron gran protagonismo.
Las diferencias de clase también son un terreno abonado para la disconformidad. En las sociedades
divididas en clases (o, en algunos casos, en las comunidades organizadas en castas), los que están abajo suelen tener una fuerte motivación para oponerse a su condición y, por extensión, a la organización social que la perpetúa.
En décadas más recientes, la disconformidad ha estado estrechamente relacionada con los intelectuales: un tipo de persona que primero se identificó con las protestas de finales del siglo XIX contra el abuso de poder por parte del Estado, pero que en nuestro tiempo es más conocido por hablar y escribir a contrapelo de la
opinión pública.
Por desgracia, y a pesar del advenimiento de la democracia formal, los intelectuales contemporáneos han mostrado muy poco interés en aspectos clave de la política pública, mientras que han intervenido o protestado sobre temas definidos éticamente en los que las opciones parecen más claras. Esto ha dejado los debates sobre la forma en que debemos gobernarnos en manos de especialistas políticos y think tanks, en los que rara vez tienen cabida opiniones no convencionales y el público queda prácticamente excluido.
El problema no es si estamos de acuerdo o no con un acto legislativo determinado, con unas medidas
o con una corriente política, sino la forma en que debatimos nuestros intereses comunes. Por tomar un ejemplo evidente, se manifiesta indignación por los recortes que el gobierno impone pero es difícil movilizar a la población para que tome posturas y acometa acciones concretas contra los abusos de bancos, políticos
corruptos o empresarios delincuentes. Parece que nadie quiere cambiar el sistema (ni los indignados) sino solo hacer que funcione de forma que asegure nuestra seguridad y comodidad. No se quiere otro modelo sino que este sea eficiente en la defensa de los derechos individuales.
A los vascos nos gusta creer que somos menos conformistas que otras comunidades. Nos hacen gracia los arrebatos religiosos en los que se refugian los líderes sociales de otros pueblos, la parafernalia populachera, la exaltación de las enseñas patrióticas y la sumisión al pensamiento único o a la opinión mayoritaria, sin percatarnos que para otros nuestro comportamiento es igual o más dócil a los dictados de los “expertos”.
Nos creemos más libres y abiertos pero los hechos no avalan este dato. Estamos tan mediatizados por
los medios de comunicación como otros, tan pendientes de los modernos gurús (tan sacralizados como los sacerdotes medievales por su grey). Nos dejamos convencer por la liturgia de los expertos que en una lengua oscura, que solo sea accesible para los iniciados. Para todos los profanos basta con tener fe.
Sorprende que habiendo tantos eminentes economistas en el mundo y al ser la economía una ciencia cuantitativa y cuantificable, no hubiera una general alarma entre ellos ante el cúmulo de descalabros y delitos continuados no fuera advertido a tiempo para evitar el desastre. Los economistas se han desacreditado que no la economía. Los intelectuales de la economía y sus acólitos y admiradores.
La disconformidad y la disidencia son sobre todo obra de los jóvenes y no nos referimos exclusivamente a la edad cronológica. Es más probable que los jóvenes afronten y exijan una solución, en vez de resignarse ante
los problemas actuales. Pero también tienen más probabilidades que sus mayores de caer en el apoliticismo: como la política está tan degradada, debemos desentendernos de ella. Pero no es la política la que falla sino los políticos, no es la ciencia que yerra sino su aplicación.
Se entiende que el impulso moral de los jóvenes se incline a «comprometerse» con alguna ONG,
con Greenpeace, o a Human Rights Watch o a Médicos Sin Fronteras, o Mundu Kide. El impulso moral es irreprochable. Pero las repúblicas y las democracias solo existen en virtud del compromiso de sus ciudadanos
en la gestión de los asuntos públicos.
Si los ciudadanos activos o preocupados renuncian a la política, están abandonando su sociedad a sus
funcionarios más mediocres y venales. La Cámara de los Diputados mismo es un escaparate que ofrece un espectáculo penoso: un reducto de charlatanes, subordinados a los intereses partidistas y serviles a los intereses de los poderes económicos y de otra índole.
Lo que no sabemos es si el abandono de la gente de los asuntos comunitarios han producido este tipo de políticos o han sido los políticos mediocres o pérfidos los que nos han llevado a este estado de cosas, lo cierto es que políticamente, la nuestra es una época de pigmeos.
Sin embargo, es todo lo que tenemos. Y es la hora de retomar nuestra antigua responsabilidad por las
cuestiones comunitarias. Desde abajo, desde los núcleos comunitarios de base, tratar de ser protagonista de nuestra sociedad.
El fracaso democrático trasciende los intereses individuales. El vergonzoso espectáculo de una clase de malversadores y especuladores que se enriquece mientras la mayoría se empobrece nos reclama pasar a la acción. Hemos de actuar guiándonos por nuestra intuición para que nuestros hijos y nietos no nos acusen en el futuro de pasividad.
Lo malo de los conflictos civiles es que siempre los pierden quienes se quedan en casa.