Cooperación, autoridad moral y salida de la crisis

En su discurso de despedida después de más de 30 años como presidente de Elkargi, Victoriano Susperregui destacaba aquellos valores que, en su opinión, son claves para la salida de la crisis en las empresas vascas: innovación, internacionalización y cooperación.

Además de dos valores genuinamente empresariales (innovación e internacionalización) citaba la cooperación, valor que hasta hace no mucho tiempo los empresarios situaban en el terreno social y consideraban algo casi exclusivo de las empresas cooperativas.

Ciertamente, la cooperación tanto en el interior de la empresa como entre distintas empresas es la característica más diferencial de la Corporación Mondragon y posiblemente una de las claves de su reconocido éxito («la cooperación es la poderosa palanca que multiplica la eficacia de nuestros esfuerzos», repetía Arizmendiarrieta hace ya más de 35 años).

La cooperación es también un valor que se reclama a nivel de la vida social, a fin de que sean asumidos por los ciudadanos sacrificios que se presentan como necesarios y para que todos colaboremos en resolver los problemas colectivos superando los intereses particulares de cada uno.

Sin embargo, la implantación de esa cooperación, probablemente imprescindible tanto en la empresa como en la sociedad actual no es algo sencillo y, según la experiencia cooperativa, precisa de héroes que la practiquen en grado extremo, sacrificando sus propios intereses personales.

«Practica lo que predicas» es un lema que los especialistas en culturas corporativas y en cambio organizacional destacan. «Tus hechos hablan tan alto que no me permiten escuchar tus palabras» es una frase que resume una realidad frecuentemente olvidada por dirigentes de todo tipo de instituciones públicas y privadas: solo los comportamientos personales coherentes tienen la capacidad de modificar el comportamiento de los demás.

En el caso de las cooperativas, especialmente en los primeros años, los valores de cooperación, prevalencia de los intereses colectivos, austeridad y ahorro, críticos para el desarrollo inicial no solo se predicaban sino, sobre todo, se practicaban.

La rigurosa austeridad personal de Arizmendiarrieta y su desapego al poder (nunca tuvo otro nombramiento eclesiástico o civil distinto del de modesto coadjutor de la parroquia de Mondragon incluso después de contar con un grupo empresarial de dimensiones espectaculares), le permitieron mantener un liderazgo moral incuestionable en su actividad permanente en favor de la cooperación.

Lo mismo que la entrega sin límites al proyecto común y la renuncia a retribuciones más que merecidas cimentó el liderazgo ético de sus primeros discípulos, que perduró durante más de 30 años.

¿Se pueden separar estos comportamientos ejemplares de los sacrificios asumidos más tarde por los trabajadores de las cooperativas, en momentos críticos, para la supervivencia de las mismas? ¿O son precisamente la base para explicar que un grupo que comenzó sin apenas capital haya generado unos fondos propios superiores a los 4.200 millones de euros?

Ahora bien, desde otro punto de vista, ¿es posible extender ese liderazgo ético a la vida social hoy aquí, entre nosotros?

Ciertamente, es difícil que ese papel pueda ser asumido por los líderes políticos. Aparentemente atrapados por la contradicción entre el discurso necesario para alcanzar el poder y el que la realidad les exige cuando lo han alcanzado, la credibilidad de los partidos políticos entre los ciudadanos es la más baja entre todas las instituciones consultadas en el Barómetro de Confianza Ciudadana 2011 (con una valoración de 2.6 sobre 10).

Tampoco las organizaciones sindicales llegan a los mínimos en la valoración a nivel general (3.3, solo dos décimas por encima de la denostada banca). ¿Quizás por preocuparse casi en exclusiva de los intereses de sus afiliados, pero alejados de las necesidades generales cuando entran en conflicto con los mismos?

En el caso de otras instituciones como la Iglesia, se da una gran diferencia entre la valoración de los obispos ó la institución, en general (valoración de 3.0 y 4.0 puntos, respectivamente) de alguna de sus actividades más comprometidas en la resolución de los problemas sociales, como Cáritas (con una valoración de 5.8 puntos, en el puesto 14, de 43). ¿Tal vez también por valorar los ciudadanos las acciones efectivas con las personas necesitadas más que los discursos o las ceremonias?

No va a ser fácil encontrar instituciones con prestigio suficiente como para liderar el rearme ético que reclamábamos en un artículo precedente. Es quizás, por ello, el momento de algunas minorías transformadoras que tengan la capacidad de actuar, en lugar de discursear, y de hacerlo si cabe de forma contracultural, anteponiendo los intereses colectivos sobre los individuales, aceptando sacrificios solidarios sin que nadie se los imponga, renunciando a derechos por sentido de la responsabilidad y ofreciendo servicios gratuitos sin esperar contrapartida.

De forma que puedan suponer un referente con capacidad transformadora de las conductas colectivas y contribuir así a impulsar la solidaridad y la cooperación necesarias para salir de un marasmo económico en el que las carencias éticas han jugado un papel central.

Lunes, 21 de Mayo de 2012
www.noticiasdegipuzkoa.com

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