La globalización de la cooperación

De José María Arizmendiarrieta cuentan, quienes con él convivieron, que fue un visionario. Con determinación para responder a la necesidad precisa, siempre mantenía, no obstante, la mirada puesta en el horizonte. Sabía escudriñar e interpretar los signos de los tiempos. Entre sus papeles escribía: “a mediados del siglo XX algo ha cambiado”. ¿En qué consistía el cambio? Así se respondía: “los pobres coaligados tienen suficiente fuerza para rechazar las normas de enriquecimiento que se proponen los ricos e incluso para inquietarlos” (Reflexiones, 2008: 37).

Seguramente hoy la globalización y sus enormes impactos habrían estimulado hasta lo insospechado su corazón, su mente y su alma. Constataría, en efecto, que a principios del siglo XXI algo profundo había cambiado. Sin embargo, contrariamente a lo que ocurría a mediados del XX, observaría que la globalización de los mercados de capitales, bajo la lógica del máximo beneficio, ha multiplicado geométricamente su fuerza para proceder, a la deconstrucción de las normas de dignidad y decencia que los trabajadores han tejido laboriosamente durante medio siglo.

Es difícil trasponer situaciones cuando el mundo ha cambiado tanto. Sin embargo, no lo es reconocer la actualidad de pensamientos claros como éstos que refiriéndose en aquel tiempo a la burguesía liberal pueden trasladarse a los nuevos dirigentes de la economía global “sin entrañas de compasión al necesitado”, que desconocen “la función social de la riqueza y del dinero” y que son “causa de estos desastres sociales” y de la “profunda crisis moral que padecemos” (p. 39).

También permanece actual la clave de su milagro social. D. José María – personalidad de una fe, esperanza y amor transformador grabados a troquel- no se trataba bien con la queja, con las actitudes a la contra ni con quienes escurren el bulto bajo palabras bonitas. “¡Qué fácil es destruir y qué difícil edificar! ¡Qué fácil la crítica irresponsable, y qué dura la responsabilidad!” (p. 172). Creía en el “inmenso potencial” de la persona, de su trabajo y responsabilidad, de su sentido y solidaridad: “aceptemos en el hombre el inmenso potencial que entraña su sentido y la práctica de la solidaridad” (p. 185). Convocaba a poner en juego este capital ilimitado: “hay en cada uno de vosotros valores absolutos que valen siempre” como “el espíritu de sacrifico, la capacidad de trabajo, los conocimientos que poseemos y las virtudes acumuladas” (p. 43). Estimuló el tipo de persona práctica, que “no piensa más que en lo que puede a diario: en lo que tiene a mano” (Reflexiones, p. 40), desaconsejando los sueños, pero no los ideales. La voluntad –única fuerza humana para transformar los designios de la testaruda realidad- “se fortalece nutriéndola” y “se nutre con los ideales” (p. 42). Ante el paternalismo, del gran empresario o del estado, apostaba por una progresiva emancipación basada en la “capacidad propia de organización, de responsabilidad, de autogobierno individual y social” (p. 89).

Hoy, frente al nuevo capitalismo especulativo, inhumano y apátrida crecido a caballo de la globalización, tenemos la convicción de que Arizmendiarrieta nos convocaría, contra el sentido común, a una alternativa: la globalización de la cooperación. El tamaño del desafío es descomunal. Como tantos otros a los que ha hecho frente el espíritu humano. Pero D. José María nunca fue de arredrarse: “si algo es posible, está hecho, si es imposible, se hará” (p. 73). Para él la realidad carecía de consistencia pues “somos nosotros los que damos vida a las cosas”, no al revés (p. 90). Decía a aquellos jóvenes de Mondragón “hay que aspirar a las alturas”, que nos producen vértigo, sí, pero frente a él tenemos un secreto, el “secreto de los escalones”. ¿Cuál era éste? Lo explicaba con tanta sencillez como persuasión: “uno nos aproxima al otro sin mayor dificultad que la que experimentábamos en el primero, a pesar de que aquél esté mucho más arriba” (p. 70). Así empezó la cosa.

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